Nota especial: Antes de sumergirte en esta historia, te invitamos a ambientarla con alguna de las 4 pistas de audio disponibles aquí abajo.
Primera parte: Un sueño entre teclas.
Era una cálida noche, iniciada tras una aparatosa lluvia diurna. El sonido de un teclado resonaba en la pequeña habitación, iluminada por la luz tenue de una vieja lámpara. Las notas fluían con delicadeza, como si las manos que las tocaban estuvieran contando una historia que solo podía comprenderse a través de la música.
Irene cerró los ojos lentamente por un momento y dejó que sus dedos se deslizaran sobre las teclas de un pequeño teclado electrónico que llevaba consigo a donde fuera. Estaba creando una melodía aún no escrita en ningún pentagrama. No necesitaba partituras, porque la música que sonaba en aquella cálida noche nacía desde lo más profundo de su alma.
Desde pequeña, Irene había soñado con ser artista, con convertirse en una gran pianista. No recordaba el momento exacto en que se interesó por este arte. Quizás fue la primera vez que escuchó música clásica y el piano se convirtió en el protagonista de su imaginación. Tal vez fue cuando vio por primera vez un hermoso y esbelto piano de cola y se enamoró de él. No lo recordaba con certeza, pero sabía que el sonido de cada tecla le provocaba una emoción indescriptible.
Su madre solía contarle que, cuando era niña, se quedaba hipnotizada cada vez que veía a alguien tocar el piano. En su pequeño rostro se dibujaba una tierna expresión de satisfacción, como si el mundo entero desapareciera y en su lugar emergiera la paz. Como si no hubiera nada más en qué pensar o preocuparse, solo la belleza del sonido que emanaba de aquel instrumento. Tal vez, desde pequeña, ya lo anhelaba, como si en aquel instante solo existieran ella y aquella hermosa y envolvente música.
A lo largo de los años, su pasión creció junto con ella, al igual que su amor por la música clásica y su respeto, admiración e interés por los grandes artistas que hacían del piano la pieza central de sus obras. Aprendió a leer partituras, a interpretar piezas clásicas, contemporáneas y modernas. Pero lo que más disfrutaba era componer, crear, compartir y dedicar su arte sonoro al mundo. Amaba dar vida a melodías capaces de capturar sus sentimientos y, al ser escuchadas, expresar lo que a veces las palabras no podían decir y los ojos no lograban interpretar como verdad.
Segunda parte: La sombra de la fibrosis quística.
Y así, la vida... esta maldita vida, que con su naturaleza impredecible —y a veces, insensible—: cuando hay menos, se vuelve cruel; cuando hay más, se vuelve agonizante. Cuando todo resulta desesperante, se vuelve injusta; cuando no podría ser peor, se vuelve traicionera. Cuando no hay salida, se vuelve dolorosa. En muchas ocasiones, es cruelmente burlona, cínicamente despiadada, indiferente al dolor de uno mismo, enemiga de toda esperanza, ruda con los débiles, implacable con los soñadores, vocera de los miedos más profundos, despojadora de ilusiones, arrebata la existencia sin avisar y deja cicatrices que nunca sanan.
Ahora, esa misma vida le había impuesto una barrera a esta joven chica.
La vida, en uno, no siempre podrá teñirse de color Viridián. Y, al igual que ese color, la vida no siempre podrá vivirse con profundidad y equilibrio. No siempre será serena, aunque su intensidad jamás pase desapercibida, como el murmullo de un bosque antiguo o la brisa que acaricia la superficie de un lago en calma. Irene, mejor que nadie, lo sabía desde que tenía memoria.
Desde muy pequeña tuvo que aprender a convivir con su enfermedad. Fue consciente de ella a partir de los diez años de edad. Sus días estaban marcados por medicamentos, tratamientos y visitas al hospital con regularidad. Había aprendido a vivir con ello, a no dejar que la enfermedad definiera quién era, a no permitir que opacara su admirable tenacidad, a no aceptar que le impidiera perseguir sus sueños. Pero incluso con esa voluntad autoimpuesta, no podía negar que, en ciertos momentos, se sentía atrapada, cansada, tentada a rendirse y dejar de luchar, día tras día, contra su inconcluso final.
Aun así, y a sabiendas de todo esto, aquella joven nunca dejó de tocar, crear e interpretar. Nunca dejó de intentar demostrar que su vida era suya, y hasta no ver cumplido su sueño, lo seguiría persiguiendo, día tras día, hasta alcanzarlo. Porque para ella, la música era su fuerza, la fuente de su vitalidad, la que le entregaba, en vida, su anhelada libertad. Y el piano, aquel instrumento con el que podía gritarle al mundo:
¡Yo soy Irene, y ni siquiera la reencarnación podrá cambiarlo!
Tercera parte: Cuando el alma insiste.
A los 21 años de edad, Irene sintió que el tiempo le jugaba en contra. Los doctores, así como los muchos estudios a los que, por suerte, logró acceder, habían sido claros: la condición de su enfermedad no mejoraba y, para aquella edad, ya se encontraba muy avanzada. El futuro de Irene, sin más, era incierto. Pero en vez de rendirse, y como siempre lo hacía, Irene simplemente lo aceptó. Se dio unas palmadas en el rostro y, con un positivismo desbocado, decidió avanzar y aferrarse más fuerte que nunca a su anhelado sueño.
Una noche, después de regresar de sus clases de Psicología, Irene, mientras navegaba por internet, se encontró con un anuncio que captó su atención y la hizo olvidarse de todas las malas noticias que los doctores pudieran darle sobre su enfermedad. El anuncio, que apenas tenía unos días de haberse publicado, se titulaba:
"Concurso para jóvenes talentos. La gran Orquesta Filarmónica, Orchestre Symphonique de Montréal, busca a jóvenes pianistas para participar en una presentación en el Auditorio Real de Artes y Música Clásica: El National Arts Centre de Canadá."
Este no era solo uno de los escenarios más prestigiosos del mundo, sino también el más importante, reconocido y distinguido de ese país, donde solo los más grandes y talentosos músicos habían interpretado y mostrado sus más majestuosas obras.
Con un gran «BOM», «BUM»... el corazón de Irene latió con fuerza.
Irene, al ver la noticia no podía creer lo que veía. Ella vivía en colombia y este tipo de oportunidades no eran comunes en su país. Al principio, Irene pensó que el anuncio era falso, pero tras horas de investigación, confirmó que era real.
Su emoción fue indescriptible. Aquella oportunidad había llegado hasta la puerta de su vida como un sueño inesperado. Pero también sabía que no sería fácil; miles de personas se presentarían, y, en el peor de los casos, competiría contra pianistas que habían entregado su vida entera al piano y a la música.
Pero... ¿acaso no había soñado con esto desde siempre? ¿No era este el momento de intentarlo?
Irene, se hizo esas preguntas y, sin pensarlo demasiado, respiró hondo y llenó el formulario de inscripción.
Durante los días siguientes y a pesar de su enfermedad, Irene dedicó cada momento libre a practicar. Tecleaba y tocaba hasta que sus pequeñas manos no pudieran seguir el ritmo, hasta que sus delicados dedos dolieran sin más, hasta que su cabeza la agobiara, hasta que la tos la poseyera y su cuerpo enfermo le exigiera descanso.
Pero, terca como solo ella podía ser, no planeaba detenerse porque su determinación era más fuerte.
A tan solo unos días de la audición, Irene tomó una decisión crucial: escribir su propia pieza musical. No planeaba, ni quería interpretar la obra de otro artista. Pues tan solo quería contar su historia, transmitir sus emociones, dejar su esencia en cada nota y, grabar en los oídos de todos su amor por el piano y música.
Y así, la noche anterior a la audición, mientras la ciudad dormía tras una aparatosa lluvia diurna, Irene repasaba su pieza musical una y otra vez. Sus pequeños dedos se deslizaban con delicadeza sobre las teclas, dando vida a cada acorde y, en un momento de pausa, al levantar la vista, su reflejo en el espejo la observó.
Por unos segundos se quedó inmóvil y entonces, de sus ojos cafeses, como el ámbar tibio de un atardecer nostálgico, brotó una lágrima que rodó por su mejilla.
Ella lo sabía. Mejor que nadie lo sabía.
Sabía que su cuerpo tenía límites...
Pero su alma, ¡no!
Y la música... era la prueba de ello.
Cuarta parte: El día en que la música habló.
El día de la audición llegó más rápido de lo que imaginaba, pensaba Irene.
El Teatro Colón, donde se llevarían a cabo las audiciones de prueba para descubrir al joven talento que sería seleccionado y llevado a Canadá para acompañar a la gran Orquesta Filarmónica, Orchestre Symphonique de Montréal, en una presentación, se encontraba casi lleno. En los asientos del público, Irene alcanzó a distinguir a toda clase de personas, pero lo que más llamó su atención fue ver, a lo lejos, entre la multitud, a su madre, sus hermanos y Javier, su mejor amigo, quien la amaba como a una hermana.
En el backstage, Irene observó a toda clase de jóvenes talentosos, todos con la misma esperanza reflejada en los ojos. Irene sintió un nudo en el estómago. Por un momento, la inseguridad la invadió y pensó:
¿Soy lo suficientemente buena? ¿Me habré preparado lo suficiente? ¿Realmente tengo oportunidad aquí?
Pero entonces, simplemente levantó sus manos, se dio unas palmadas en el rostro y recordó por qué estaba ahí.
Cerró los ojos y pensó en todas las veces que había soñado con ese momento. En todas las noches en vela que se quedó practicando, en cada vez que sus pequeñas manos se deslizaban sobre las teclas con la esperanza de que, algún día, alguien la escuchara y su música cobrara vida.
Cuando llegó su turno y llamaron su nombre, Irene se levantó con determinación de la silla en la que había estado esperando. Caminó hasta el espacio visible al público. Frente a ella se encontraba un viejo, pero hermoso piano y, en la pequeña silla frente a él, se sentó.
Respiró hondo y, sin más, comenzó a tocar.
Las primeras notas llenaron la sala con suavidad, como un susurro. Poco a poco, la melodía creció, envolviendo el ambiente con una intensidad que iba más allá de lo técnico. Era su alma la que hablaba a través de la música.
Cada nota parecía un aleteo, un latido de viento contra las alas de un halcón elevándose en el horizonte. Primero, un ascenso sereno, medido, como si el ave se despegara de la tierra con un impulso contenido. Luego, una ráfaga de acordes, ágiles y vibrantes, como el poderoso batir de alas cruzando el firmamento.
Las teclas graves rugieron como el viento abriéndose paso entre las montañas, mientras que las notas más agudas brillaron como el sol reflejándose en el plumaje de un depredador celestial. La sala entera sintió el vértigo de la altura, el pulso de la libertad, la ferocidad de quien se niega a caer.
Irene cerró los ojos y dejó que sus dedos contaran la historia: la historia de un alma que, como el halcón, se niega a ser encadenada.
Cuando terminó de tocar y el canto del piano cesó, hubo un silencio absoluto.
Por un instante, Irene sintió que el mundo se detenía.
Entonces, los jueces comenzaron a aplaudir, el público comenzó a aplaudir, los demás competidores en el backstage comenzaron a aplaudir también... e Irene, a sollozar.
No necesitó palabras. En ese momento, supo que había logrado algo más que una buena audición: había tocado los corazones de quienes la escucharon.
Quinta parte(final): La Eternidad de un Acorde.
Algunos días después de la audición, Irene se encontraba frente al PC, jugando y compartiendo con un amigo suyo la que sería quizás su última partida de League of Legends, cuando recibió la siguiente noticia:
"Señorita Irene, la presente es para comunicarle que su actuación fue la audición ganadora. Usted ha sido seleccionada para viajar con nosotros, con todos los gastos pagos, y participar en la presentación que se llevará a cabo en el Auditorio Real de Artes y Música Clásica: el National Arts Centre de Canadá. Tenga en cuenta que la actuación se realizará el día 15 de abril del presente año."
Irene, al ver la fecha en que se llevaría a cabo la presentación, no podía creerlo. No podía creer que el concierto sería exactamente el día de su cumpleaños. No podía creer que tocaría en un auditorio real, junto a una gran orquesta filarmónica.
Y aunque tenía ante sus ojos la prueba irrefutable... Irene aún no podía creerlo.
Algunas semanas después, ya en Canadá, habiéndose establecido y familiarizado con algunos lugares turísticos del país, el día del concierto finalmente llegó. El auditorio estaba completamente lleno. Más de 2.000 personas esperaban en sus asientos para escuchar la música que había nacido del corazón de una joven, proveniente de un país donde este tipo de arte no era común. Una joven que, frente a la adversidad, compitió con más de 90 talentos, quizá mejores que ella, pero que encontró la victoria a través de sus emociones, no de la técnica.
Irene estaba allí, de pie frente a toda aquella multitud. No podía ocultar que se sentía nerviosa, pero también intensamente emocionada.
Cuando el telón se abrió y vio el piano en el centro del escenario, sintió que el mundo entero desaparecía. Ante sus ojos, el tiempo retrocedió, deteniéndose en aquel momento en el que, siendo apenas una niña, vio por primera vez un hermoso y esbelto piano de cola.
Sin más, Irene se acercó al instrumento, se sentó en la pequeña silla frente a él y, con un último respiro profundo, dejó que sus pequeñas pero delicadas manos cantaran a través de él.
Cada nota era un latido. Cada acorde, una emoción.
La música fluyó como un río, llevando consigo cada lágrima, cada sonrisa, cada recuerdo de su vida. En el público, y sin que Irene lo notara, algunas personas cerraron los ojos, dejándose envolver por la melodía. Otras simplemente la observaban, maravilladas por la intensidad de su interpretación.
Y entonces, sin perder el ritmo ni la elegancia de sus movimientos, la melodía cobró fuerza. Era como si, dentro de ella, despertara algo antiguo y poderoso. Las notas comenzaron a alzarse, vigorosas, como un grito contenido que por fin se libera.
La sala entera pareció vibrar con una energía nueva: era el vuelo de un dragón. Majestuoso. Imponente. Libre. Cada acorde era un aleteo firme, cada pausa un respiro de fuego, y cada progresión una llamarada que iluminaba el alma de todos los presentes.
Cuando finalmente Irene tocó la última nota, dejó que el sonido se desvaneciera en el aire, como el eco de una criatura legendaria que, habiendo mostrado todo su poder, regresaba tranquila al corazón de quien la hizo nacer.
Como en su audición anterior, el silencio fue sepulcral. Pero pronto, aquel silencio fue reemplazado no solo por un aplauso, sino por miles. Ovaciones de pie. Gritos de admiración. Y lágrimas contenidas.
Irene, en el escenario, sintió que flotaba.
Una vez de pie, rodeada de aplausos, sonrió, y de ella brotó una risa dulce, angelical. Sentía una felicidad inmensa y, en medio de todo lo que sucedía a su alrededor, pensó:
"Todo esto no fue por la fama. Tampoco por el reconocimiento. Ni siquiera por haber enfrentado mi implacable enfermedad. Fue por cumplir el sueño de mostrarle al mundo mi esencia... y dejar, en la memoria de muchos, la huella de quién soy y lo que represento."
Y así, Irene había demostrado que la música era más fuerte que cualquier obstáculo. Que la pasión era más intensa que el miedo. Que el alma podía alzar la voz incluso en medio del dolor.
En ese instante, más allá del tiempo, más allá del dolor, más allá de la enfermedad... Irene supo que su sinfonía...
Epílogo: El eco eterno de una melodía que nunca murió.
El aplauso aún resonaba en el aire cuando las luces del escenario se atenuaron por última vez. La sinfonía que había nacido del alma de Irene flotaba, etérea, entre los muros del majestuoso auditorio, como si cada nota deseara no apagarse jamás. Su música, esa que había desafiado al tiempo, al dolor y a la enfermedad, se había elevado por encima de todo, tocando corazones más allá de la comprensión humana.
No todos sabían que la melodía final, aquella que había conmovido hasta a los más escépticos, había sido compuesta desde una cama de hospital, en los últimos días de su vida. Irene había vertido en ella no solo su talento, sino la totalidad de su existencia. En cada compás, en cada pausa, en cada acorde se encontraba la historia de una joven que no permitió que el destino le arrebatara sus sueños.
Tras su partida, su música no se apagó. Al contrario, su legado floreció. Conservatorios adoptaron sus composiciones como ejemplo de pasión auténtica. Su historia fue contada en escuelas, en conciertos, en libros. Su nombre, sus manos, su alma... seguían vivas en las teclas de cada piano que se atreviera a interpretar su obra.
Y así, Irene no murió. Simplemente cambió de escenario. Pasó de tocar para el mundo a tocar en los corazones de todos aquellos que alguna vez soñaron. Porque al final, el alma de un artista no descansa en paz... sino que reposa en armonía.
Palabras finales del autor:
Esta historia fue escrita para Irene... no como una despedida, sino como un regalo. Un intento desesperado de robarle una sonrisa más antes de su último aliento. Porque si la muerte es inevitable, que al menos nos encuentre viviendo, soñando... y amando.
Escribí esta historia con la esperanza de que, al leerla, ella pudiera reconocerse no como una víctima, sino como la heroína que fue para mi y quizás para muchos de los lectores de esta obra. Como la artista que venció el silencio con cada nota. Como la mujer que, incluso en su lecho de muerte, merecía morir feliz... sabiendo que su sinfonía, su vida, fue hermosa hasta el final.
— Erik Cortés, quien siempre te llevará en su memoria.